Esto no quiere ser psicología, no sé nada de
ello, ni me importa. Se trata de pensar desde los agujeros. No pensar los
agujeros del sujeto, sino pensarme. Pensar el hecho tan masivo como tener un
cuerpo. Mejor dicho, no soy yo quien tiene al cuerpo, porque ello indica una posesión.
Soy yo tenido por el cuerpo, es el cuerpo el que me tiene agarrado y no me
suelta. Puedo creer que soy quien lo
tiene, que tengo el control y lo domino. Que elijo cuidarlo,
alimentarlo, ejercitarlo. Pero es el cuerpo quien me tiene a mí, quien me ancla
al mundo. Es el
engarce con el mundo. Si el cuerpo nos suelta dejamos de existir. Pensar que
uno es el que domina al cuerpo no es más que un capricho, una ficción chiquita.
Y ese cuerpo no es uno macizo y cerrado, no
tiene límites definidos. Nuestros contornos son porosos; a nivel microscópico nuestros
bordes son difusos, marismas. La piel no es un corte prolijo contra el mundo
exterior, es un lugar de tránsito, de nutrición, de intercambio, de respiración.
El cuerpo todo lo es: los ojos, los oídos, las fauces, la boca, los genitales,
el ano. Y estos agujeros están implicados en funciones vitales a nivel fisiológico,
pero no sólo. Por ellos, a través de ellos, ingresamos en la vida social, en
los vínculos amorosos, en la cultura. Hablamos, oímos, hacemos el amor, sentimos
placer por medio de la piel, escuchamos la música, desarrollamos sentido estético.
El punto donde termina la implicancia fisiológica de los agujeros y dónde
empiezan a jugar en la cultura y la sociabilidad no está claro. Por la boca
comemos, pero no sólo comemos los nutrientes básicos y estrictamente necesarios
para el sostén biológico del organismo; por la boca comemos los alimentos de
nuestra cultura, cocinados, elaborados, procesados socialmente. Y comemos mucho
más que vitaminas, proteínas o grasas. Comemos identidad, comemos palabras, estatus…
Muchas cosas se parecen al hambre pero pocos
han sentido realmente hambre. Se llama hambre al aburrimiento, a la ansiedad, a
la angustia… El tracto digestivo es acostumbrado por el habito a unos horarios, a determinadas sustancias
y sobre todo a cantidades regulares. Es entonces cuando comienza a comportarse
como un alien indómito que nos gobierna
desde adentro, capaz de hacernos caminar hasta la heladera o alacena, mover
nuestros brazos y manos, y llevar la comida a la boca.
Alguna vez leí que la sabiduría zen no es otra cosa que dormir cuando se tiene
sueño y comer cuando se tiene hambre. Ja! Nada más! Le comento ésto a
un parroquiano que me contesta: “Eh! Yo duermo cuando tengo sueño y como cuando
tengo hambre!” Pero por favor! Que lindo momento me hizo pasar ese señor con
sus ciento cincuenta kilos de peso y su monedero repleto de pastillas para la presión,
para el dolor de cabeza, el de pansa, para dormir, para despertar, para
sacar el hambre. Un maestro Zen ingresa al monasterio y cursa quince años de
su vida dentro, y un pobre cordero del capitalismo metropolitano y occidental
cree tener sabiduría zen por milagro del supermercado, el cable y el wifi. Que lindo momento. Comer cuando tenemos hambre, ¿quién ha esperado a tener hambre
realmente para comer? Los que sufren el hambre no la eligen.
Ahora bien, lo que llamamos hambre para el
comer, ¿cómo se llama para el habla? Cuando necesitamos hablar ¿qué nombre le ponemos a eso? Y cuando digo necesitamos tenemos que precisar, porque una cosa es necesitar
comer algo porque nuestro organismo necesita materialmente los nutrientes, y
otra cosa es necesitar comer algo por una cuestión anímica. Dicen que el primer
ansiolítico es el pan. Entonces, ¿cómo llamamos a ese estado en el cual necesitamos hablar? ¿Existe el
hambre de habla? ¿Nunca sintieron incontenibles ganas de decir? Conozco personas que no pueden parar de hablar, que
no registran si uno está, o no, escuchándolas, si el oído percibe, si otros
ruidos compiten, u otras palabras lo pisan. Pedirles
que se callen es ofensivo, si te interesa mantener un vínculo. Y llega un punto
donde ni siquiera les importa si les prestas atención, sólo quieren hablar,
saciar su hambre de habla. También conozco gente que tiene cierta anorexia de
habla. No dice. Vincularnos es horrible cuando el otro no habla.
Lo que intuyo es que existe cierto nudo de complejidad
en torno al dominio, o gobierno, de sí mismo: regular el habla y el comer define la
persona que somos. Recuerdo un capitulo de los Simpson en el cual, no sé por
qué razón, a Homero le tienen que cerrar la boca y no puede hablar, ni comer sólidos.
Entonces el tipo comienza a adelgazar, ya que sigue una dieta líquida (que en
un primer momento consta de costillas de cerdo y puré de papas procesados).
Pero no sólo baja de peso, también estiliza su contextura anímica. No poder hablar
lo dispone a escuchar con atención a los otros (y probablemente así mismo). Así
redescubre a su entorno familiar, aparece la singularidad de cada uno a través
de las palabras oídas. El moño del asunto ocurre cuando van a una fiesta y
Homero está más delgado y sobre todo muy bien dispuesto, atento a la palabra de
los otros, rechaza las vituallas y el alcohol, se ha vuelto todo un seductor.
Lo que comemos y lo que decimos, cómo comemos
y qué decimos nos define, nos tornea, la carne y el espíritu. Es binario, abrir
y cerrar la boca, sólo se trata de eso, de saber abrir y cerrar la boca. Y
parece tan simple, tan sencillo. No decir eso que no debo decir, no comer, o
tomar, aquello que sé que hace mal. Y sin embargo, tan sencillo que parece y
tan difícil resulta al final. A la mayoría de nosotros nos ocurre que comemos y
hablamos más de lo conveniente.
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