Fui discípulo de Ignacio entre 1999 y 2004. Entrar
en una relación maestro-discípulo no es común, ni necesario. Podemos pasar por la vida sin
nunca haber conocido ese vínculo. Es intenso, de apego mayúsculo. Cuando
comencé a escribir este texto tenía la intención de hacer una revisión teórica
de las ideas principales que había desarrollado Nacho. Pretendía ordenar los
recuerdos, tamizar las emociones, clarificar los conceptos; presentar la
teoría que vi gestar. Pero una mezcla de no
quiero y no puedo me disuadió.
Hace un tiempo leí sobre Macedonio Fernández
algo que puede servir de analogía. Macedonio
escribió mucho, algunas cosas geniales; pero parece que lo extraordinario
era su presencia; la palabra dicha, el tono de su voz, los silencios, los
gestos. Eso hacía pensar a los que asistían, a verlo, al famoso bar, en el barrio de Once.
Con Ignacio, al menos desde mi experiencia, sucedía algo similar. Están los
textos que dejó esa máquina potente que fue el Estudio. Y están los recuerdos
que quedaron del recorrido. Lo escrito guarda la traza de aquella voz. Pero hay
que hurgar, buscar, desmontar, para rememorar la voz; que hacía pensar. Los
textos firmados por Lewkowicz son
interesantes, potentes, novedosos; pero su voz, el recuerdo, es más. Definitivamente
no tengo la distancia afectiva para teorizarlos. Prefiero recordar el intenso
vínculo con mi maestro.
Multiplicación
del convite
La primera vez que escuche hablar de Nacho
fue en 1998. Una amiga, con la que publicábamos una revista, me contó que había
conocido a un historiador con el cual se juntaban los jueves por la tardenoche
a pensar. Me dijo: tenés que venir a
conocerlo, te va a interesar mucho. Eso fue a finales de 1998, no lo conocí
hasta 1999.
Una noche estábamos cenando temprano en mi
casa, en el barrio de Once, con otra amiga. Me avisa que 21:30 tenía que irse
al estudio de este historiador. Enseguida nos convida, vengan, les va a gustar mucho. Esta vez fuimos. Cuando llegamos nos
abre la puerta un tipo alto y flaco, de barba prolija, camisa blanca arremangada.
No puso buena cara; no le gustó la visita sin aviso. En el lugar, muy pequeño,
había un pizarrón, una biblioteca, una mesa larga y un reloj antiguo de madera,
tipo carrillón, con péndulo. Sobre la mesa había un termo, un mate a punto de
arrancar, un grabador de casete, en pausa. Había otros a la mesa. Creo que eran
todos psicólogos o estudiantes de psicología.
No recuerdo sobre qué hablamos esa noche,
pero salimos cansados, exhaustos de pensar, de escuchar, de conversar. Ese
recuerdo lo tengo de cada noche post estudio; uno salía cansado. En esas
reuniones constatamos que el pensamiento no es, únicamente, una actividad
psicológica. Pensar tensiona tanto como correr, o hacer gimnasia.
Las dos veces, mis dos amigas, con una
diferencia de tiempo menor, me comentan
del historiador y acto seguido me convidan con ir a ese lugar. Me pregunto,
¿cuántas veces se debe haber replicado esa escena? Los que conocieron a Ignacio
querían convidarlo, no abusivamente. Tampoco a cualquiera. Pero cuando uno se
daba cuenta que cierta persona querida podía valorar aquello, lo convidaba, lo invitaba,
compartía el lugar.
Calculo yo que entre 1998 y 2000 hubo algo así como una
precipitación de invitaciones. Una multiplicación de convites. El Estudio se
convirtió en un nodo por donde pasaba cada vez más gente. Imagínense, un
departamento de dos ambientes, más bien chico, al cual asistían cien, o
doscientas, personas semanalmente. Nos juntabamos a pensar, a escribir, a leer. Potente usina de ideas, afectos y proyectos.
Un lustro
formativo
Conocí a Ignacio a mediados de 1999. Un año
después, en el 2000, ya iba dos veces por semana al Estudio. En realidad iba cada
vez que podía. Al tiempo que dejaba materias en la facultad, me anotaba en los
grupos. Empecé en dos: el de los jueves y el de los martes. En uno veíamos las
transformaciones de la subjetividad contemporánea y en el otro, el libro de
Alain Badiou, el ser y el acontecimiento.
En 2001, a los dos de estudio, le sumamos un
tercero. Ignacio me ofrece a mí y a Pablo Hupert un espacio que llamamos: taller
de cómo hacer un taller. Allí se formalizó la relación discípulo-maestro. Era
un espacio donde Nacho nos transmitía su saber relacionado con la dirección de
grupos de estudio. Los consejos eran de todo tipo; podía sugerirnos algo
respecto al precio, o el modo de cobrar la actividad. O si convenía pava
eléctrica, o pava común, para calentar el agua con la que invitábamos un té,
café o mate. Acto seguido nos
recomendaba un autor, un libro o una revista que podía servirnos. De lo simple
a los sublime, cambiaba de frente, como un relámpago.
El primer taller que armamos con Pablo Hupert fue
sobre San Pablo apóstol. Sí, un apóstol, el más reaccionario de todos, según el
saber establecido. Alain Badiou escribió
un libro: San Pablo, la fundación del
universalismo. El taller técnicamente era grupo de lectura.
Nacho nos
asistía en la elaboración del mismo. Nos contaba sobre Historia del primer
cristianismo, cómo había mutado la
figura del tesorero de la iglesia y cómo se había opacado la del orador. Nos
contó sobre el Imperio Romano de entonces, su relación con la religión judía y
las peripecias de esa pseudo secta judía llamada cristianismo.
Ignacio nos ayudaba
con la teoría, pero lo hacía con todo lo que estaba a su alcance. Las fuentes
donde se apoya el libro de Alain Badiou son las epístolas de San Pablo. Se trata de una serie de cartas que
escribió San Pablo en sus años de frenética militancia religiosa. Constan en la
biblia. Una tarde nos recibe en el Estudio y arriba de la mesa tenía una pila de
ellas. ¡¿Qué hacia Nacho con esos libritos?! Nos cuenta que justo ese
mediodía había en la esquina uno grupo mormones regalándolas. Cuando pasó por
allí, les pidió una; camino dos veredas,
dio la vuelta y pidió otra; camino dos veredas y volvió a pasar. Y así hasta
quedarse con unas cuantas. ¡Qué caradura hermoso!
El vínculo con el Estudio, con Nacho y con
los que ahí encontraba era muy fuerte. Tanto que en 2002, cuando me mudé a la
ciudad de La Plata, seguí viajando a
Capital Federal sólo para verlos. A esa altura, aparte de asistir a grupos de
estudio, y al taller cómo hacer talleres;
escribíamos un libro, junto a Ignacio y Pablo Hupert, sobre la toma universitaria de mayo de 1999. Y,
también, colaboraba en la redacción de otro libro sobre los Espartanos de la
Grecia Antigua. Ya ni iba a la facultad.
Cinco años entre 1999 y 2004. Un lustro que
fue formativo. Cuando llegué la única experiencia de lectura que poseía era
escolar. En la facultad cuando leía textos lo hacía como estudiante. Freud,
Marx, Foucault no era insumo de pensamiento, era bolilla para el final. En el
Estudio perdí la ingenuidad lectora del estudiante. Perdí el respeto solemne por
el autor. Leer para pensar no es igual que leer para estudiar. Cuando uno
vuelve a leer un apunte, pensando, encuentra cosas que no había visto cuando
estudiaba.
El oficio de pensar
Respecto del pensamiento pude ver en el Estudio tres cosas. 1) Todo puede ser pensado, 2) todo puede servir para pensar
y 3) el pensamiento no es un artículo de lujo.
Allí descubrimos que se puede
pensar todo; que no existe en las cosas, en los hechos, en las relaciones, nada
que impida que se lo pueda pensar. Nacho citaba a Kant: no podemos saber de Dios, el Mundo o la Libertad, pero nada impide que
lo podamos pensar. No había vacas sagradas. Los autores, los
libros, los temas no tenían a priori ninguna regla prescriptiva respecto de si
podíamos o no, o hasta donde. Por ello todo servía
para pensar. Muchas veces lo hacíamos a partir de textos eruditos, clásicos,
Paul Valery, Alejo Carpentier, Althusser, Marx, Spinoza, Deleuze, Castoriadis, Kristeva,
Bajtin, Lacan, Foucault, Descartes,
Pichon Riviere, Godelier, etc... Pero también usábamos materiales de lo más
variado: una charla entre un vendedor ambulante y un colectivero, una discusión
de pareja, la interrupción de una clase en la facultad por un militante.
Si decidíamos darle estatuto de
pensable a un episodio, no importaba lo mundano, o minúsculo que sea; lo pensábamos
efectivamente. Recuerdo que en el taller de hacer talleres estábamos
viendo el aspecto comercial y Nacho trajo el caso del vendedor
ambulante en el trasporte público. El vendedor había logrado por su oficio un
nivel de tolerancia a la frustración, descomunal. Acostumbrado a que le digan que no treinta veces cada media
de hora, el tipo volvía a subir sonriente al próximo colectivo como si nada.
Sus ventas dependían de no haber sido afectado por la negativa anterior.
Nosotros no tolerábamos ni el diez por ciento de la frustración de aquel.
Todo sirve para pensar, un libro,
por supuesto; un episodio del mundo ordinario, ya vimos que sí; pero también
situaciones que el sentido común intelectual desecharía. Cierta vez estábamos
trabajando un texto titulado posdata de
la sociedad de control. Supuestamente era una traducción de Caparros, de un
texto de Deleuze. Alguien en la sala advirtió que probablemente fuera apócrifo;
que Deleuze nunca escribió posdata,
que estábamos frente a un fake. Pero ya
lo habíamos leído, comentado, anotado; algo de la legitimidad estaba resuelto
por una vía distinta de la cita de autoridad. Podía haber sido escrito por el
vecino de la vuelta. Decidimos pensarlo, no había vuelta a
atrás.
Pensar no es un artículo
de lujo: antes de conocer el Estudio estaba acostumbrado a creer que el
pensamiento era necesario, pero secundario en orden de importancia. Me imagino
a alguien que lo echan del laburo, y se
acerca otro y le dice: pensemos. La
respuesta podría ser: ¿¡pensemos!? ¡Tomátela,
tengo que pagar el alquiler, pasarle alimentos a mi ex, pagar la tarjeta y vos
me venís con “pensemos”! Podría ser la reacción esperada. Pero teníamos un axioma fundamental. En los últimos años, (los últimos de
entonces, 1999) las cosas habían cambiado tanto y a un ritmo tan acelerado que
los saberes disponibles no habían llegado a cubrir la brecha. Lo que sabíamos
había sido pensado para otra situación, no la que vivíamos. El cambio había
sido tan radical, que lo único que podía sacarnos del padecimiento sin fondo, era
el pensamiento[1].
Ya no era posible decir, no puedo pensar
porque tengo un problema anterior que resolver. Ahora era preciso pensar
porque se tenía un problema. Incluso tener un problema era la condición
necesaria y suficiente para largarse a pensar.
Bach, Walter Olmos y
Lenin.
En el año 2001 lo acompañé a dar
una charla en Rosario. Yo venía con la ventana del auto baja, jugando con mi
mano en el viento; tratando de darle perfiles aerodinámicos y cambiando
bruscamente la posición para sentir la resistencia, la fuerza del aire. Le
comento: ¿viste la consistencia, el
cuerpo, que tiene el aire? y me responde: ahí se apoyan los aviones. Genial, los aviones se poyan en algo. No
vuelan, se apoyan. No sé cuál es el valor de ese momento. Seguro es uno personalísimo
y emotivo; o algo de otro orden, no lo sé. Pero me encantó la observación. Era
nimia, mínima, ordinaria, cotidiana. El viaje por la ruta era somnoliento. El
sol fajaba. Veníamos callados. Y esas palabras absolutamente extrañas a
todo. Quizás esto dice más de la
fascinación hacia un maestro que la brillantez de una idea, no sé; o las dos
cosas.
Luego fuimos a su casa y
compramos una ginebra para brindar. Nos servimos con gajos de limón para hacer
el trago más amable. Cuando íbamos adelantados en el asunto me contó que estaba
escuchando música con un solo instrumento: violonchelo; que había sabido tocar
de joven. La idea era que con un solo instrumento podía escuchar los silencios dentro
de la obra. La verdad es que musicalmente soy una especie de analfabeto, y en
ese entonces, año 2001, mucho más. Lo
único que escuchaba desde los quince años era punk rock. Puso la suite nro. 1
para chelo de J. S. Bach. y me pareció increíble; no solo la música, sino la
advertencia inicial: escuchá los
silencios. La Bols ya estaba flaqueando.
El tipo escuchaba Bach, pero era
muy amplio en su gusto. Un domingo de septiembre de 2002, me escribe temprano un mail. Estaba triste,
Walter Olmos se había suicidado en un hotel de Constitución. Sí, de Bach, a
Walter Olmos; a Nacho le encantaba el cuarteto que hacía ese pibe. Me acuerdo
que me mando algo que había escrito, decía que entre la voz de Olmos y la banda no había
relación alguna, que la primera se apoyaba sobre un fondo festivo, pero nada le
indicaba al cantante por dónde ir.
Una tarde, llegaba yo al Estudio, y
lo cruzo en el hall de planta baja; andaba apurado y me pide que suba, que ya
me veía. Lo espere unos quince minutos. A la vuelta llega con dos tomos de las
obras completas de Lenin en sus manos.
Le pregunto qué hacía con ellos, de dónde venía, y me dice: Acabo de darle la obra completa de Lenin a
un cartonero. Le dije: ¡¿Qué, porqué tiraste las obras completas de Lenin?! ¿Por
qué no la regalaste? ¡¡¡O si no venderla!!! Las Obras completas ocupaban un
tercio de un estante de la biblioteca, era una masa de libros importante; ahora
había un hueco allí. ¿Por qué? La cosa fue así: discutió con alguien que lo
corrió por izquierda, pero burdamente.
Nacho creía que cuando alguien
llegaba al Estudio y veía las obras completas de Lenin recibía una imagen de
él. En un tiempo había sido militante del Partido Comunista; en él supo dar
cursos de lectura y estudio del Capital de Marx. Supongo que en algún momento,
la colección de Lenin, le debe haber dado orgullo; pero ya no. Caliente con la
discusión, cansado de dar ese perfil, bajó a la Avenida Rivadavia y detuvo al
primer cartonero que se cruzó. Le dio los libros y subió. Cuando llegó al 17 c
pensó que había querido guardar dos tomos de la colección y bajó rápidamente;
ahí lo cruce, tratando de rescatar los tomos; tratando de no tirar al niño con
el agua sucia.
Nacho iba muy rápido con la
cabeza. Cuando comenzaba a asociar ideas era fulminante. Primero te escuchaba largo; miraba el mate, cebaba; te pedía disculpas, iba a la cocina, volvía y
asentía con la mirada para continuar escuchando; se sentaba y de pronto decía: aaah, afirmando con un gesto de su mano, la que asía el fibrón. Ahí largaba, en un tono suave, sin atropellar palabras, con
dicción muy buena, todo un pensamiento estimulante.
No escribía en la computadora porque la cabeza le iba más rápido que los
dedos. Solía pedirte que vayas al Estudio, para escucharlo, mientras hablaba en voz alta a un grabador. Iba rápido hilando ideas, armando paños extensos de
pensamientos novedosos; con hebras eruditas, a veces, y otras simples, llanas,
de todos los días. Me hablaba mientras grababa en casete.
Cinco años es mucho, y es poco.
Mantuvimos un vínculo discípulo-maestro entre 1999 y el 4 de abril de 2004,
cuando ocurrió el accidente. A veces
sueño que nada de eso pasó, que Nacho y Cristina están vivos, escondidos en
algún lugar; y me avisan. Hasta el día de hoy no he vuelto a tener un maestro.
[1] Un
par de imágenes que repetía Nacho para
entender el tipo de cambio sufrido eran: imagina un queso con agujeros, bueno
ahora imagina que uno de los agujeros creció más que el queso entero. La otra
era: tenemos un territorio, una masa de tierra, un continente, en cuyo interior
hay lagunas; ahora las lagunas desbordan al punto de dejar al continente bajo
el agua. Técnicamente se refería a la categoría de catástrofe.
Existe un dicho oriental: "el maestro aparece cuando el discípulo está preparado" Lo afirma tu texto, se nota que en esa época eras tierra fértil para recibir lo que transmitía, no solo con palabras, Ignacio. Hoy leo esto como un fruto maduro de aquello que brotó en esos años. El jarrón del maestro se rompió y vos pudiste incorporar sus fragmentos para hacer tu propia pieza. Muy bueno Andrés!!
ResponderEliminar